Cómo me
cuesta escribir, derrumbarme sobre este teclado y explicar algo. La primavera,
el sol, los pajaritos, ni Mario Sánchez me quita la bruma mental.
Si mi cuerpo fuera un territorio y las enfermedades que creo que
me acechan mis enemigos, me daría cuenta que los enemigos realizaron una
estrategia ineludible de pinzas, si voy hacia un lado hay un ejecito, si subo a
la cabeza hay otro. Estoy rodeada, y todos me amenazan con asesinarme lenta y cruelmente. Me quieren arrancar las uñas, los dientes, quebrar los tobillos, quitarme el poco h2o que no bebo.
El ruido de los oídos que no cesa, la mancha que sostengo en la
vista como si fuera una mira, algún pinchazo cerca del pecho, los pulmones de
fumadora, el hígado de bebedora. ¡OK! Yo tampoco ayudo mucho, podría ser una
hipocondriaca de esas que se cuidan (responsable, sería?), ¡pero no! Me gusta coger sin forro a la
vida misma. Me gusta acostarme desnuda en el pasto y después me acuerdo que me
pude subir una araña y picarme; o peor ¡que se meta algún bicho dentro de la
oreja! Me gusta ir al mar y nadar bien profundo, y después cuando estoy pasando la
segunda rompiente me acuerdo de los tiburones y braceo como loca para volver a
la orilla. Me gustan las drogas, pero son demasiado para tolerarlas. Se
imaginan a esta mente con un mal mambo. Tuve que dejarlas. Me gusta
emborracharme y fumar. Quedarme hasta la madrugada bebiendo, con el cigarro
colgando del costado de la boca y su ceniza extendida hasta la mitad cayendo
en mi pecho escotado. Bien rea, bien rota, bien que puedo.
Al día siguiente el infarto de la resaca me arrincona por toda la casa, pero resisto. Porque soy eso que se arma así mismo y luego se vuelve a desestructurar.
MÁS
DE CIEN AÑOS
Desde que decidí vivir más de cien años
Empecé a usar mi libertad,
a fumar sin excusas,
a beber sin ahogarme
y a meterme al mar sin perderme.
A ahorrar sin excesos
A ser diez veces más breve
A morir sólo si sucede.
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